por Santiago Escobar "Primera Piedra"
El tono exculpatorio del Ministro José Antonio Viera Gallo para referirse a cinco generales del ejército citados a declarar por violaciones a los derechos humanos produce una gran desazón. Pues queda en evidencia que tanto el Estado en su calidad de institución, como los líderes políticos y quienes conducen el gobierno, carecen de una doctrina democrática acerca de lo que es el uso legítimo de la fuerza y las responsabilidades que ello conlleva.
Lo peor es que Viera Gallo es socialista, es decir pertenece a un partido que ha hecho de la defensa de los derechos humanos uno de los ejes fundamentales de su programa político, y que debiera analizar el sentido profundo de los dichos de su ministro.
Porque se trata de uno de sus más autorizados intelectuales en materia de justicia y estado de derecho de la Concertación. Ex subsecretario de Justicia de Salvador Allende, ex Presidente de la Cámara de Diputados, ex senador, Ex presidente de la Comisión Presidencial para la Seguridad Pública, y actual Ministro Secretario General de la Presidencia. Es decir, un curriculum nada despreciable, especialmente como hombre de Estado, para opinar sobre el tema.
Sus argumentos posiblemente representan a una parte significativa de su entorno político. La idea que el ministro transmite es que los generales actualmente citados a la justicia no tienen responsabilidad en lo ocurrido el año 73 porque eran muy jóvenes en esa época, solo recibían órdenes, y porque en ese tiempo era muy difícil ser héroe, en una alusión directa a la doctrina de la “obediencia forzada” elaborada por la ex Presidenta del Consejo de Defensa del Estado, Clara Szcharansky.
Tal doctrina plantea una excepción a las reglas de la obediencia debida en materia militar que obligan a oponerse a una orden legal o inmoral, planteando que quien está bajo la presión de recibir una daño tan irreparable como la muerte si se niega a colaborar, queda exento de responsabilidad penal. Para Viera Gallo ese sería el caso de estos generales.
Lo que Viera Gallo olvida es que si bien la tesis de la obediencia forzada puede ser factible, tendría al menos algunos requisitos para que opere. El primero de ello es que para que se exima de responsabilidad es necesario que no se trate de un hecho aislado que pueda denunciarse a una autoridad superior, sino de un hecho constante, de un estado permanente de violencia ilegal. Que era lo que efectivamente ocurrió en Chile el 73. Hasta ahí, la tesis absolutoria de Viera Gallo parece impecable.
El tema es que se trata de delitos de lesa humanidad, que no prescriben, que son atribuibles esencialmente a agentes del Estado, y que por lo tanto implican la existencia de dos responsabilidades: una individual y otra institucional. La obediencia forzada puede aceptarse pero solo respecto de la responsabilidad individual, y a condición que exista las otra responsabilidad, la institucional, debidamente declarada en un proceso.
Porque mientras la obediencia debida vincula la responsabilidad en términos personales de manera jerárquica, es decir la del superior absorbe la del inferior, la obediencia forzada articula la responsabilidad personal con la de la institución. Porque solo en un ambiente institucional aceptado como corrupto es posible que se produzcan de manera permanente órdenes ilegales y amenazas de represalias para quienes no las cumplen.
Es esta responsabilidad de la Institución, nunca aclarada como doctrina por ella ni por los gobernantes democráticos el mayor problema de lo declarado por Viera Gallo. Sin perjuicio del daño moral a los familiares de las víctimas que pueden significar sus palabras.
Es verdad que el ejército ha hecho esfuerzos de modernización y de mejorar sus vínculos hacia toda la ciudadanía. Pero el síndrome de “ejército jamás vencido” que exhibe en todas sus actuaciones ha favorecido el pacto de silencio de los militares transgresores, con un ambiente administrativo de tolerancia y amparo. De otra manera no se explica que Santelices y el resto de los generales implicados hayan llegado sin problemas a llegado a tal grado, contraviniendo el deber de verdad a que los obliga su profesión militar.
Porque una cosa es que los generales no hayan tenido otra opción el 73 que obedecer, y otra muy distinta que se hayan mantenido en silencio sobre los hechos durante treinta años. Sobre todo cuando el año 2000 funcionó una mesa de diálogo donde las instituciones armadas comprometieron su honor en encontrar la verdad posible sobre el drama de los desaparecidos.
Esos generales mentirosos no son los niños de 1973 que defiende Viera Gallo
sino productos conscientes de una doctrina de silencio al interior del ejército. Viera Gallo olvida esta parte del relato cuando relativiza los hechos.
De alguna manera también relativiza el gobierno al señalar – según trascendidos - que es “impresentable que el general Santelices (caso Caravana de la Muerte) siga en el ejército”. El ministro Vidal olvida que ello no es un asunto de estética política sino de legalidad y ética constitucional.
De ahí que no resulte extraño que no solamente se pretenda que este es un asunto menor, sino que a nadie se le haya ocurrido degradar y quitarle los honores, como medallas y condecoraciones al valor otorgadas a asesinos que las recibieron por crímenes que deshonran a la humanidad y a su condición de militares. Para cualquier militar de honor debiera sentirse ofendido de una condecoración que ostenta un asesino convicto como Miguel Krasnoff.
Tal ambiguedad gubernamental y de Viera Gallo resultan graves pues la continuidad moral del Estado es un asunto republicano, y depende de la existencia de instituciones ciertas y permanentes, y no del estado de ánimo de los gobernantes de turno. Las autoridades no están exigiendo una acuciosidad administrativa que evite la lesión de imagen que experimenta el país cada vez que ocurren hechos como estos. Que se repiten en la para el policía civil y en carabineros, con nombres y apellidos. Ello significa que para el Estado este es un tema menor.
No nos extrañemos entonces si en el futuro un coronel actual o un mayor, participaron en la exhumación ilegal de detenidos desaparecidos, ya en democracia, y se ven inculpados por acciones ilegales relacionadas con los derechos humanos ocurridas no el 73 sino en los años 80 o 90. Ello porque ha habido una doctrina y responsabilidad institucionales, nunca aceptada de manera abierta y nunca exigida por las autoridades, que ha permitido el pacto de silencio y ocultamiento a través del tiempo.
Incluso con el actual adefesio que nos rige como Constitución de la República, los derechos humanos son un valor intangible, y los órganos del estado deben actuar de manera legal y transparente. Nada indica que ello esté ocurriendo, y en parte se debe a la doctrina displicente que expresan autoridades como Viera Gallo
El tono exculpatorio del Ministro José Antonio Viera Gallo para referirse a cinco generales del ejército citados a declarar por violaciones a los derechos humanos produce una gran desazón. Pues queda en evidencia que tanto el Estado en su calidad de institución, como los líderes políticos y quienes conducen el gobierno, carecen de una doctrina democrática acerca de lo que es el uso legítimo de la fuerza y las responsabilidades que ello conlleva.
Lo peor es que Viera Gallo es socialista, es decir pertenece a un partido que ha hecho de la defensa de los derechos humanos uno de los ejes fundamentales de su programa político, y que debiera analizar el sentido profundo de los dichos de su ministro.
Porque se trata de uno de sus más autorizados intelectuales en materia de justicia y estado de derecho de la Concertación. Ex subsecretario de Justicia de Salvador Allende, ex Presidente de la Cámara de Diputados, ex senador, Ex presidente de la Comisión Presidencial para la Seguridad Pública, y actual Ministro Secretario General de la Presidencia. Es decir, un curriculum nada despreciable, especialmente como hombre de Estado, para opinar sobre el tema.
Sus argumentos posiblemente representan a una parte significativa de su entorno político. La idea que el ministro transmite es que los generales actualmente citados a la justicia no tienen responsabilidad en lo ocurrido el año 73 porque eran muy jóvenes en esa época, solo recibían órdenes, y porque en ese tiempo era muy difícil ser héroe, en una alusión directa a la doctrina de la “obediencia forzada” elaborada por la ex Presidenta del Consejo de Defensa del Estado, Clara Szcharansky.
Tal doctrina plantea una excepción a las reglas de la obediencia debida en materia militar que obligan a oponerse a una orden legal o inmoral, planteando que quien está bajo la presión de recibir una daño tan irreparable como la muerte si se niega a colaborar, queda exento de responsabilidad penal. Para Viera Gallo ese sería el caso de estos generales.
Lo que Viera Gallo olvida es que si bien la tesis de la obediencia forzada puede ser factible, tendría al menos algunos requisitos para que opere. El primero de ello es que para que se exima de responsabilidad es necesario que no se trate de un hecho aislado que pueda denunciarse a una autoridad superior, sino de un hecho constante, de un estado permanente de violencia ilegal. Que era lo que efectivamente ocurrió en Chile el 73. Hasta ahí, la tesis absolutoria de Viera Gallo parece impecable.
El tema es que se trata de delitos de lesa humanidad, que no prescriben, que son atribuibles esencialmente a agentes del Estado, y que por lo tanto implican la existencia de dos responsabilidades: una individual y otra institucional. La obediencia forzada puede aceptarse pero solo respecto de la responsabilidad individual, y a condición que exista las otra responsabilidad, la institucional, debidamente declarada en un proceso.
Porque mientras la obediencia debida vincula la responsabilidad en términos personales de manera jerárquica, es decir la del superior absorbe la del inferior, la obediencia forzada articula la responsabilidad personal con la de la institución. Porque solo en un ambiente institucional aceptado como corrupto es posible que se produzcan de manera permanente órdenes ilegales y amenazas de represalias para quienes no las cumplen.
Es esta responsabilidad de la Institución, nunca aclarada como doctrina por ella ni por los gobernantes democráticos el mayor problema de lo declarado por Viera Gallo. Sin perjuicio del daño moral a los familiares de las víctimas que pueden significar sus palabras.
Es verdad que el ejército ha hecho esfuerzos de modernización y de mejorar sus vínculos hacia toda la ciudadanía. Pero el síndrome de “ejército jamás vencido” que exhibe en todas sus actuaciones ha favorecido el pacto de silencio de los militares transgresores, con un ambiente administrativo de tolerancia y amparo. De otra manera no se explica que Santelices y el resto de los generales implicados hayan llegado sin problemas a llegado a tal grado, contraviniendo el deber de verdad a que los obliga su profesión militar.
Porque una cosa es que los generales no hayan tenido otra opción el 73 que obedecer, y otra muy distinta que se hayan mantenido en silencio sobre los hechos durante treinta años. Sobre todo cuando el año 2000 funcionó una mesa de diálogo donde las instituciones armadas comprometieron su honor en encontrar la verdad posible sobre el drama de los desaparecidos.
Esos generales mentirosos no son los niños de 1973 que defiende Viera Gallo
sino productos conscientes de una doctrina de silencio al interior del ejército. Viera Gallo olvida esta parte del relato cuando relativiza los hechos.
De alguna manera también relativiza el gobierno al señalar – según trascendidos - que es “impresentable que el general Santelices (caso Caravana de la Muerte) siga en el ejército”. El ministro Vidal olvida que ello no es un asunto de estética política sino de legalidad y ética constitucional.
De ahí que no resulte extraño que no solamente se pretenda que este es un asunto menor, sino que a nadie se le haya ocurrido degradar y quitarle los honores, como medallas y condecoraciones al valor otorgadas a asesinos que las recibieron por crímenes que deshonran a la humanidad y a su condición de militares. Para cualquier militar de honor debiera sentirse ofendido de una condecoración que ostenta un asesino convicto como Miguel Krasnoff.
Tal ambiguedad gubernamental y de Viera Gallo resultan graves pues la continuidad moral del Estado es un asunto republicano, y depende de la existencia de instituciones ciertas y permanentes, y no del estado de ánimo de los gobernantes de turno. Las autoridades no están exigiendo una acuciosidad administrativa que evite la lesión de imagen que experimenta el país cada vez que ocurren hechos como estos. Que se repiten en la para el policía civil y en carabineros, con nombres y apellidos. Ello significa que para el Estado este es un tema menor.
No nos extrañemos entonces si en el futuro un coronel actual o un mayor, participaron en la exhumación ilegal de detenidos desaparecidos, ya en democracia, y se ven inculpados por acciones ilegales relacionadas con los derechos humanos ocurridas no el 73 sino en los años 80 o 90. Ello porque ha habido una doctrina y responsabilidad institucionales, nunca aceptada de manera abierta y nunca exigida por las autoridades, que ha permitido el pacto de silencio y ocultamiento a través del tiempo.
Incluso con el actual adefesio que nos rige como Constitución de la República, los derechos humanos son un valor intangible, y los órganos del estado deben actuar de manera legal y transparente. Nada indica que ello esté ocurriendo, y en parte se debe a la doctrina displicente que expresan autoridades como Viera Gallo
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