El Socialismo enfrenta en esta transición de modernidad a postmodernidad que recién comienza, desafíos y paradigmas múltiples de extrema complejidad. Hacer avanzar simultáneamente la causa de la libertad y la igualdad en un mundo ampliamente globalizado, en el cual dominan prácticamente sin contrapeso los Estados Unidos como potencia hegemónica, representa una tarea gigantesca.
La materialización de una aspiración tan ambiciosa depende del cumplimiento de requisitos muy exigentes en cuanto a solidez de las convicciones, alcance de las propuestas, amplitud de las fuerzas sociales de apoyo, disposición de lucha y lucidez de las organizaciones políticas llamadas a asumir la conducción de estos procesos.
El Socialismo enfrentó los comienzos del Siglo XX con la certeza absoluta de que constituía la principal, cuando no la única, fuerza relevante de cambio y transformación social. Con la gran Revolución Rusa; el triunfo de la Revolución China; las grandes victorias de los Movimientos de Liberación Nacional en muy diversas regiones del planeta y luego, en América Latina, el éxito de Fidel y los revolucionarios cubanos, todo parecía indicar que el siglo XX estaría marcado por avances insospechados de las fuerzas revolucionarias y socialistas.
El curso posterior del proceso fue bien distinto. El capitalismo mostró una sorprendente capacidad para continuar revolucionando el desarrollo de las fuerzas productivas y muchos de los procesos revolucionarios fueron perdiendo impulso ante su manifiesta incapacidad para abrir espacios crecientes de progreso y libertad para sus pueblos.
Con algunas excepciones notables como la Republica Popular China con su complejo proceso de “Socialismo de Mercado” y Cuba, cuya sobrevivencia se explica principalmente por la vitalidad de la causa de la independencia nacional frente a la sistemática agresión norteamericana, el (¿mal?) llamado “campo socialista” ha dejado prácticamente de existir y no constituye un actor relevante en las luchas contemporáneas por la construcción de un mundo mejor.
La expresión máxima de estas derrotas fue el desplome vergonzoso, inducido por sus infinitas e invaluables contradicciones internas, de la ex Unión Soviética y su burocracia estalinista, hoy en día convertida en una potencia intermedia que enfrenta todavía enormes dificultades para incorporar las formas básicas de la democracia y un capitalismo bien anclado en un estado de derecho.
El final del siglo XX tuvo para el llamado “campo socialista” caracteres apocalípticos. Tanto es así, que apresuradamente muchos se adelantaron a proclamar la derrota de todos lo movimientos críticos al capitalismo, consagrándose así una suerte de fin de la historia, desconociendo el carácter dinámico del devenir histórico.
Recientemente, uno de estos ilustrados pensadores ha retirado sus palabras pues es evidente que los conflictos sociales no han desaparecido. Otra cosa es que no quepan en las categorías tradicionales de análisis de la Izquierda, pues los actuales conflictos tienen particularidades muy distintas a los del siglo XIX.
Lejos de caer en bancarrota producto de su desarrollo anárquico o de la ineluctabilidad de la baja de la tasa de ganancia, prevista por Marx hace de mas de un siglo, el capitalismo fue capaz de reconfigurarse una y mil veces asegurando una impresionante capacidad de reproducción y extensión a escala mundial.
Con todo, la idea de un mundo mejor, en el cual se conjuguen libertad e igualdad, democracia y dinamismo económico, desarrollo simultáneo de las fuerza productivas y espirituales, promoción de los interés colectivos y defensa irrestricta de las libertades y derechos individuales, sigue construyendo una gran aspiración.
De aquí surge la actualidad y vigencia del Socialismo, ideal hermoso todavía en un proceso muy preliminar de búsqueda y concreción.
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